¿Quién se imagina que de repente toda tu vida se detiene y cambia por algo tan común como el dolor físico? Al menos yo nunca me imaginé que una dolencia corporal seria pudiera transformar tanto la reconfortante rutina diaria, y menos que una cosa tan simple como un hueso y unos tendones te dieran la oportunidad de saborear la exquisita verdad de la fragilidad de nuestro cuerpo. Es una experiencia completamente alucinante.
Para comenzar reniegas de la medicina, que no funciona tan bien como nos han hecho creer. Te das cuenta que al médico, en realidad, no le duele nada y que la cita que pensaste iba a ser la panacea de todos tus males se reduce a otra cita, cada vez mas lejana cuando estás en dolor constante.
En seguida te das cuenta de que toda la superestructura ideológica que has alimentado durante toda tu vida se reduce a dos o tres verdades fundamentales. Todo lo demás son colguijes y pendejadas con las que has ido adornando y maquillando ciertas verdades fundamentales que compartes con casi todos los demás, no eres tan único cuando te está llevando la fregada, quedas reducido a lo esencial.
Después reconoces que la vida son las cosas pequeñas, los diminutos actos cotidianos que realizamos casi en automático: levantarse de la cama, sentarte a evacuar, vestirte, peinarte...esa miríada de cosas que ni siquiera tomamos en cuenta se vuelven gigantescos molinos de viento, impasables y aterradores porque no puedes hacerlos. Ni te acuerdas de filosofar o de analizar con aquel acumen que te caracteriza cuando no puedes ni siquiera levantarte de la taza.
Allí deduces que lo cotidiano es más trascendental que cualquier elucubración nacida del comfort corporal. Te das cuenta que tu mente es una niña malcriada y pérfida, viborita lisonjera que te ha hecho creer que ella es la que manda. Puras mentiras, al primer asomo de dolor sale corriendo a esconderse en la autocompasión y el desespero, y si no le pones riendas huye a galope en el potro de la depresión.
Llega entonces el momento de comenzar a hacer inventario de lo que sirve y lo que no, y empiezas a tirar cacharros por las ventanas, inutilizables mamotretos que tu mente ha construido y guardado en los recesos de lo que tú considerabas tu "yo". Puras piruetas mentales, tu "yo" está dentro de ese cuerpo que ahora te duele, y duele en serio, un dolor que ahoga y te petrifica de miedo porque te das cuenta que no eres mas que un pedacito de basura flotando río abajo hacia la muerte.
Cuando ya amaneces sin dormir, perdido en la pradera del desencanto, bajo la luna mórbida y estrellas alucinantes que se burlan de tus desgracias con vocecitas plateadas y chillantes es cuando pides auxilio. ¿Y quién viene a auxiliarte? Tu esposa, tus hijos. Ya para estas alturas sabes que sin ellos ya te hubieras dado un tiro o hubieras sufrido una metamorfosis kafkeana, tan mal te sientes que hasta lloras como un niño asustado.
"Aquí es donde la tunca tuerce el rabo"-dice el popular refrán salvadoreño- porque literalmente tuerces el rabo de verguenza por todas las cosas incomprensiblemente crueles que les has dicho o les has hecho, a ellos, que son los únicos que te aman lo suficiente como para consolarte. Dura lección para los soberbios y orgullosos como yo.
De allí en adelante ya dejas de ser el papá de los pollitos y te conviertes en papá enfermo y desvalido, fantasma del macho perdido en las ciénagas de Macondo, peregrino leproso que da lástima.
Duro maestro es el dolor, el único que te desnuda hasta dejarte como lo que eres: un pobre montón de músculos y huesos pretendiendo ser eternos.
Y al que me diga que no buscas a Dios en estos trances le digo hipócrita y mentiroso. Nada te conforta mas en la soledad que algo como las palabras del salmista:
"Alzaré mis ojos a los montes,
¿de dónde vendrá mi socorro?
Mi socorro viene del Señor
que hizo los cielos y la tierra..." (Salmo 121)